
Se trataba de un laberinto que discurre por debajo de todo al barrio del Palacio Real, y que en la época en la que éste estaba habitado, servía de refugio así como de conexión entre algunas zonas del barrio.
Caminamos un buen rato entre las grutas que dibujaban el laberinto, a menudo teniendo que volver sobre nuestras pisadas por llegar a un punto sin salida alguna. Al salir de una pequeña oquedad, se nos abrió ante nosotros una amplia estancia con una fuente en el centro.
La fuente tenía 4 chorros y la sorpresa vino al acercanos a ella y descrubir que de cada uno de los chorros caía vino. Nuestro escepticismo nos hizo pensar que no sería vino sino agua coloreada por lo que decidimos probarlo (tampoco había indicaciones de no hacerlo). Efectivamente era vino, aunque, eso sí, con un gran porcentaje de agua también, lo que te frenaba el impulso de quedarte allí saboreando todo el vino que quisieras hasta caer borracho como una cuba.
La historia resultó cuanto menos graciosa y anecdótica y el laberinto "turístico" una agradable última sorpresa antes de volver a casa.